La cabaña del terror (2012), y qué si es otra «de miedo»

Por Alan M.

El terror es un género cinematográfico en el que es difícil innovar. Las fórmulas que lo rigen han sido usadas múltiples veces, entonces aunque no se haya visto ninguna película de la serie de Halloween, Viernes 13 o La másacre de Texas, todos sabemos qué esperar de ellas, sabemos que si entramos al cine a ver algo con la palabra «terror» en su título nos atenemos a una serie de manidos recursos. Cada tanto aparece alguna película más o menos rompedora, luego los sucedáneos desfilan en cartelera y contribuyen al agotamiento del género. Es en ese contexto donde milagrosamente La cabaña del terror encuentra un espacio para respirar.

Este abuso de las reglas autoimpuestas ha dado incluso a parodias francas como es el caso de Scary Movie o al juego con ellas en Scream. Es curioso ver cómo el terror de pronto comenzó a relacionarse con la comedia, incluso en franquicias «serias», como es el caso de Viernes 13 o Child´s play. No nos asusta más el tipo con la máscara de hockey, entonces al menos que nos haga reír.

En La cabaña del terror los arquetipos están ahí: la rubia tonta, el deportista héroe, el raro de la clase, el estudiante negro, la chico inocente -virgen-. Tenemos también una cabaña incomunicada en medio del bosque, la advertencia de un lugareño misterioso, la marihuana y el sexo. Da un poco lo mismo, entonces, el motivo del terror, hace mucho que los zombies dejaron de ser lo que eran para Romero, los vampiros ya no son una metáfora de la violación, los extraterrestres ya no significan la amenaza velada de un país enemigo, en las películas modernas el terror significa ver sangre, ver cumplir el plan que esperamos, esperar que al menos la forma en la que mueran los personajes en turno sea imaginativa -ahí está las sagas de Destino Final y Saw como muestra.  Impagable la burla abierta al terror japonés, esa promesa incumplida de un nuevo aire en el género tan popular en los primeros años del milenio, quizá el mejor momento de la película esté en esa referencia. Pero también ahí están las cámaras omnipresentes -quizá una consecuencia de ese otro género inaugurado con El proyecto de la bruja de Blair-.

Lo que queda en este mashup, en los vuelcos vertiginosos y en el guión maravilla de La cabaña del terror es una reflexión sobre el género mismo. Ese en donde el espectador puede reír cuando le cortan el brazo a alguien, o peor aun, puede jugar con su celular, platicar con el de junto, elegir ignorar lo que pasa en pantalla que, sin embargo, ahí está en algún plano terrenal. Puede ser que nos hayamos vuelto algo cínicos, puede ser que el  miedo no vaya tanto por el terror tangible -ese de una familia de rednecks caníbales o del payaso asesino o del animal monstruoso salido de una selva sudamericana; tampoco está en esos modernos terrores de una sociedad tecnificada en donde la inteligencia artificial cobra vida o en donde una corporación prepara espectáculos basados en la matanza por la matanza -caso Hostal-; ni siquiera en el terror sobrenatural de niñas fantasmas o demonios atraídos por artefactos ancestrales. Entonces uno se preguntaría, cuál es el atractivo de ver una película del género:  lo único cierto es que bajo todas esas capas, todas esas formas, hay un terror primigenio, bruto, terrible, peligroso, total y, por tanto, enteramente disfrutable.

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